Ya salió a la venta el nuevo libro de historietas de la colección Oenlao presenta. En esta oportunidad, participé en la historieta "La sombra del yaguareté", basada en el cuento homónimo de Juan José Navarra.
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Scherpa, C. (y otros) (2015). Leyendas del Norte argentino. La Duendes: Comodoro Rivadavia. |
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La
sombra del yaguareté
Por Juan José Navarra
Lugones era fornido y con un
aspecto salvaje que no podía disimular vistiendo trajes caros. Lo más
inquietante en él era ese brillo de locura que parecía ocultarse en su mirada y
que salía a relucir ocasionalmente. Tal vez era eso lo que lo hacía desentonar
tanto en la pulcra oficina de su cliente.
El viejo le desagradó enseguida.
Apestaba a miedo y desesperación. Pero estaba dispuesto a pagarle una generosa
suma por sus “servicios”, así que ocultó su desprecio.
Su trabajo casi siempre consistía
en ensuciarse las manos por alguien más, personas sin valor que temblaban ante
la idea de derramar sangre ajena con sus propias manos. Era un negocio
lucrativo, pero no era la paga la que motivaba sus acciones, sino la emoción de
extinguir una vida. Por supuesto, jamás lo admitiría. Por alguna razón sus
clientes consideraban que un psicópata no sería un buen profesional. Allá
ellos.
- Quiero que encuentre a la cosa
responsable de la muerte de mi yerno y la desaparición de mi hija, y la
destruya. Y si mi hija sigue con vida, quiero que la devuelva a mi lado. ¿Entendió,
Lugones?
¿Cosa?
Interesante elección de palabras.
- Por supuesto, señor. ¿Tiene
idea de quién puede ser el responsable?
- No, pero hay un patrón. Mi hija
no es la única desaparecida. De hecho, es la quinta víctima. Todas están
emparentadas en algún grado con mi familia.
Ahora
entiendo su miedo, no es el destino de su hija lo que lo preocupa, sino el
suyo…
- Ya veo. De casualidad, ¿tendría
una lista de las personas que cumplan con ese patrón?
El viejo se limitó a abrir un
cajón y alcanzarle unos papeles.
- Cuando termine su trabajo,
quiero que me traiga el cuerpo del responsable. Y una cosa más: tenga cuidado,
tal vez este asunto sea más peligroso de lo que parece en principio…
¿Qué
demonios quiso decir con eso?
No importaba, tal vez este fuese un trabajo divertido. Ya estaba harto de
lidiar con ovejas que marchaban tranquilas al matadero.
Al día siguiente estaba con su
selecto equipo en el pueblo donde se habían producido los crímenes. Rodríguez
había hecho un excelente trabajo reuniendo toda la información disponible sobre
el caso.
Mientras recorría las fotos de
las escenas del crimen, no puedo evitar pensar que eran obra de un animal
salvaje y no de un loco.
Las parejas de las mujeres
desaparecidas (cuando las tenían) estaban completamente despedazados, y en
algunos casos, parcialmente devorados. Parecía que en medio de la tarea, al
atacante le hubiese dado hambre. Lugones rió ante ese pensamiento.
La policía no había dado pie con
bola, y los medios se estaban haciendo el veranito con el caso. Por supuesto,
el testimonio de uno de los vecinos había contribuido a esto. Según él, el
responsable de esta masacre era un yaguareté. Uno que no temía adentrarse
dentro de un pueblo bastante poblado, que era imposible de rastrear y que por
alguna razón secuestraba a mujeres de una misma familia. Sí, claro. No ayudaba mucho a la credibilidad del testigo el hecho
de que era un reconocido borrachín en el pueblo.
Igualmente, decidió que no perdía
nada con hablar con él. Fingiendo ser un periodista, concretó una entrevista en
el bar que este frecuentaba.
Llegó tarde, para fastidio de
Lugones. Tampoco despertó su simpatía con su aspecto descuidado.
- Sé lo que piensa, que estoy
loco. Tal vez sea el único verdaderamente cuerdo en este pueblo como para
reconocer la verdad.
- ¿Y cuál sería esa verdad?
- Que estos crímenes no fueron
cometidos por una persona común y corriente. El responsable es un yaguareté-aba.
Un hombre yaguareté.
Lugones hizo un esfuerzo enorme
por no estallar en carcajadas. Miró fijamente al hombre, evaluándolo. No
importaba lo desquiciado de sus argumentos, el hombre estaba seguro de lo que
decía.
- Interesante. ¿Le importaría
desarrollar su argumento?
- ¿Eh, me cree?
- Creo que está convencido de que
es verdad…
- Bien, le contaré un secreto.
Todas las víctimas están relacionadas.
Así que lo
sabías.
- ¿En serio? No disponía de esa
información. Así que los crímenes no son al azar…
- No, todas las víctimas están
vinculadas con la familia Salazar. Y escuche esto: hace cosa de un siglo y
medio, los Salazar despojaron de sus tierras a los aborígenes que vivían aquí.
Hubo bastantes muertos, y los viejos que aún viven dicen que algunos de los
sobrevivientes juraron vengarse. También afirman que algunos de ellos podían
transformarse en yaguaretés a voluntad.
- Y usted piensa que estos
crímenes tienen relación con esa leyenda, por llamarla de alguna manera.
- Lo cierto es que no es la
primera vez que pasa.
- ¿Eh?
- Cada veinte o treinta años los
hombres de la familia Salazar son asesinados y las mujeres son raptadas. Ellas
jamás reaparecen… Posiblemente, esta sea la última vez que suceda. Ya
prácticamente no quedan miembros de esa familia.
¿Era por
eso que el viejo Salazar estaba asustado?
- Bueno, gracias por su tiempo.
- Espere, todavía no le dije como
detener a esa criatura. Hay que dispararle con balas bendecidas o decapitarla
con un machete también bendecido.
- Ok, gracias por la información.
Borracho de
mierda…
A pesar de sus desvaríos, la
información era correcta, como comprobó Rodríguez más tarde. Curiosamente,
prácticamente no existía información sobre los casos anteriores.
Quedaban tres familias que
coincidían con el patrón, así que pensó en usarlas como cebo. Martínez, Segovia
y él mismo se harían pasar por policías y “protegerían” a los posibles blancos
de algún loco.
La primera guardia transcurrió
sin novedad. Fue a la segunda guardia cuando todo comenzó a irse al demonio.
La primera señal de alarma fue la
ausencia de comunicación con Martínez. Habían acordado comunicarse regularmente,
y no podían comunicarse con Martínez hace más de una hora. Lugones sabía que él
era un hombre capaz y responsable, aun cuando estuviese tan loco como él mismo.
Según la información que habían
reunido, todos los asesinatos y desapariciones se habían producido de noche,
así que debían esperar a que llegase la mañana para averiguar qué había sucedido
con su compañero.
Lo que encontraron no fue
agradable. La mujer había desparecido como las demás, y Martínez estaba
desperdigado por toda la casa. Lugones revisó la Beretta que la mano cercenada
aún sostenía firmemente. El cargador estaba vacío. Por un momento se
estremeció. ¿Qué podía soportar tal
cantidad de balas en el cuerpo y destrozar a un hombre fornido así? Sabía
con seguridad que su hombre no había fallado su objetivo, después de todo no
había evidencia de eso y sabía que su puntería era tan buena como la suya.
Abandonaron la escena del crimen lo más pronto
posible, ya que no estaban dispuestos a ser interrogados por policías de verdad
y con el asfixiante calor el cuerpo no tardaría en apestar.
Decidieron explorar en los
alrededores, bajo la conjetura de que el atacante había logrado destrozar a Martínez
debido a la adrenalina para luego colapsar cerca del lugar. La hipótesis no lo
terminaba de convencer, pero no sería lo más raro que había visto.
No encontraron nada, y sin el
cuerpo no podía dar por terminado el trabajo.
Incluso si continuaba con vida,
lo que era bastante improbable, el atacante estaría lo suficientemente herido
para poder moverse. Además, según el modus
operandi del asesino, no debería atacar hasta el día siguiente. Por esos
motivos, pensó que lo más recomendable sería descansar y equiparse mejor.
Al día siguiente, se percató de
su error al ver a los vecinos rodeando la casa que Segovia debía vigilar. Utilizando
su documentación falsa que lo identificaba como periodista, pudo abrirse paso
entre la multitud y contemplar el terrible espectáculo que mostraba el otrora
feliz hogar.
Las paredes habían sido pintadas
con la sangre del marido, cuyos intestinos colgaban del ventilador de techo aún
encendido. Sangre goteaba de la cuna que había ocupado el primogénito de la
pareja, sugiriendo lo peor. Como de costumbre, no había rastros de la mujer.
Salió del lugar furioso. No
porque su descuido le había costado la vida a una familia, sino porque su
intervención había acelerado las cosas, y había desperdiciado la oportunidad de
matar al culpable para dar por terminado su trabajo.
Si bien toda la evidencia
apuntaba a que había más de un culpable, su instinto le gritaba que los
crímenes habían sido cometidos por una única persona. Lugones no solía ignorar
a su instinto ya que le había salvado la vida en más de una ocasión.
Esa misma noche montó guardia con
Segovia en la casa del último blanco. Él estaba armado con una escopeta S.P.A.S
12, mientras Segovia portaba una Desert Eagle. No se iban a andar con chiquitas
esta vez.
Habrían pasado unas cuatro horas
cuando tocaron la puerta. Con desconfianza y el arma amartillada, Segovia a
acercó para mirar por la mirilla.
- ¿Pero qué mier…?
No pudo terminar la frase, ya que
salió despedido con la puerta hasta el otro extremo de la habitación. Una
figura inhumana cubrió por un segundo el marco de la puerta, y al siguiente ya
no estaba allí.
Por primera vez en años, Lugones
sentía miedo. Un miedo que amenazaba
con carcomerlo desde su interior. Lo que fuese esa criatura, la había perdido de
vista. Hasta que escuchó un sonido familiar: el crujido de un cuello
quebrándose, en este caso el de su compañero. Ahora podía ver al ser mejor, y
pensó que no debía haber desestimado el relato del borracho…
El yaguareté-aba giró su cabeza
lentamente, buscando a su nueva presa. Antes de que pudiese reaccionar, las
afiladas garras de la criatura habían trazado enormes surcos en su pecho. El
dolor fue tan intenso que creyó que se iba a desmayar. Sabía que si lo hacía estaba
muerto, por lo que luchó por mantenerse consciente al tiempo que trataba de
alcanzar la escopeta que había caído a sus pies.
La bestia avanzó lentamente,
desestimando completamente al hombre herido. Un error de novatos, el tigre herido es el más peligroso.
Fingió perder la conciencia.
Cuando lo tuvo lo bastante cerca, apuntó y disparó. El impacto de los
perdigones hizo retroceder a la criatura. Disparó una y otra vez, hasta agotar
la munición y de la criatura no quedó más que un amasijo sanguinolento.
Se incorporó dolorido, tanto por
la herida como por el retroceso de la escopeta.
Contempló los dos cadáveres
despectivamente.
- Bueno, Segovia, me parece que
me voy a tener que quedar con tu parte de la paga. Podrías haber dado un poco
más de pelea. –Comenzó a alejarse de los restos del yaguareté-aba– Y parece que
no hacía falta bendecir las balas para acabarte…
Estaba llegando a la habitación
donde había dejado a la pareja, cuando lo aguijoneó un súbito e inexplicable
sentimiento de terror. ¿Un presentimiento, tal vez? Se dio vuelta lo más rápido
que pudo, pero no fue suficiente.
El ser se estaba incorporando de
nuevo, con una mueca en el rostro monstruoso que podría interpretarse como una
sonrisa. Las heridas se estaban cerrando con rapidez.
Intentó sacar los cartuchos de la
bandolera, pero sus manos temblaban tanto que cayeron al piso. Antes de que
pudiese recogerlos, sintió un calor húmedo surgiendo de su estómago. Bajó la
mirada y se encontró con la garra del monstruo perforando su estómago y
arrancando descuidadamente sus intestinos.
Luego, lo arrojó al piso como si
de un peso muerto se tratara. El dolor era mucho peor que el que sintió cuando
le dispararon a quemarropa en el estómago. El tiempo parecía haberse detenido,
hasta que unos eternos segundos después, escuchó los gritos agónicos del
marido.
A continuación vio, como si de un
sueño se tratase, a la hermosa mujer siendo arrastrada por el yaguareté-aba.
Fue lo último que vislumbró,
antes de sumirse en la profunda oscuridad que es la muerte.
Unos días después los diarios
locales daban la noticia de la muerte del exitoso empresario Raúl Salazar,
cuyos antepasados habían fundado el pueblo. Aparentemente, éste
había sido despedazado por un animal salvaje al salir a dar una caminata por el
parque que rodeaba su propiedad.
* * *